domingo, julio 23, 2006

Zidane, Oriente Medio, víctimas y victimarios, igualmente condenados

El cabezazo de Zidane y el horror en Oriente Medio muestran que nadie escapa de los residuos de la historia social e individual, afirma en esta nota la psicoanalista Silvia Bleichmar, publicada en el diario Clarín, de Buenos Aiures, el 20 de julio de 2006.

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Víctimas y victimarios, igualmente condenados

No siempre la agresión es patrimonio de los fuertes. Ni de los vencedores, por supuesto. La agresión contra el otro o contra sí mismo puede ser un acto desesperado, algo que da cuenta del fracaso de las palabras, de la anulación de toda respuesta posible.

Cuando eso ocurre, lo que alguna vez se llamó "la condición humana" se ve afectada de conjunto. Por eso se genera el debate acerca de la razón de cada uno de los contendientes, y lo que se discute es la "motivación", el derecho a la defensa de la irracionalidad que los convoca, obligándonos a ponernos de un lado, renunciando a lo que nos implica del otro. Se discute la justificación de sus conductas, se _evalúa si tienen otras salidas posibles, se trata de entender de dónde provienen sus decisiones, e incluso se aventuran hipótesis sobre la fuente histórica que las precipita, sean del orden de la Historia general de la humanidad o de la historia personal de cada uno.

Como el cabezazo de Zizou, que lleva al despliegue de las mil y una hipótesis. Que si Matterazzi atacó a su familia, o si le dijo que era "pura basura argelina", un terrorista disfrazado de futbolista, un sucio musulmán al cual se podía amenazar con la violación de la hermana o el insulto a la madre.

"Hay palabras que son peores que los gestos (o los actos)— dijo. Hubiera preferido un golpe antes que eso" Se trata de palabras que estallan en la cabeza de quien las recibe; que atacan profundamente un enclave que actúa al modo de un disparador, fisión atómica en el cerebro que, por un momento, genera una devastación.

Imaginemos entonces, sin intención de justificar lo injustificable de ese cabezazo que nos dio a todos en el centro del corazón, sólo con intención de entender, de darle algún sentido a lo inelaborable, el momento en el cual a un niño del Magreb que se levanta contra un destino de discriminación y sometimiento, un niño que no es un santo, como se sabe, un ser atravesado por una violencia que no está en sus genes sino en los residuos arrasantes que le preceden, pone en riesgo todo el camino de reparación emprendido por medio de un acto que lo animaliza: no se trata de una trompada, sino de un cabezazo. Arremete como un toro furioso contra quien lo acicatea.

Imaginemos a ese niño en los momentos en que finalmente cree haber triunfado sobre ese destino recibiendo el enunciado que lo destituye de la condición trabajosamente lograda: "hagas lo que hagas serás marginado, hagas lo que hagas tu hermana será violada, hagas lo que hagas tu madre no merece la vida" Lo brutal de la respuesta marca el nivel de su propio arrasamiento. En el momento en que esto ocurre el otro ha pasado de contendiente a enemigo, y su aniquilamiento deviene la marca misma de la pérdida de toda referencia en quien ejerce la acción que intenta destruirlo. Patético resultado: las pérdidas de quien ha efectuado la acción son más brutales que las de quien las recibe. El juicio recae sobre la respuesta desmesurada, no sobre el agresor. Las opiniones se dividen: ¿es válido o no el ataque realizado? ¿Es culpable o no quien recibe la respuesta del modo empleado? Una vez más el debate no gira alrededor de la esencial: el hecho de que no puede haber impunidad ni para uno ni para el otro lado, y no si se justifica o no el acto inadmisible realizado.

En un mundo en el cual las acciones se justifican por la "intención" de quienes las realizan, las legalidades son destituidas junto con los modos de la justicia. Y si bien nuestras simpatías se inclinan, en este caso, por la víctima que paradójicamente se posiciona en el lugar del victimario, si el insulto de Matterazzi dio en el centro del pecho de todos quienes festejamos el retorno de la República, la confluencia de la Francia antifascista, la respuesta a los enunciados racistas de Le Pen que consideraba "no francés" a la selección cuya representación rehusaba, por estar llena de "negros" y "musulmanes", y el cartel contra la discriminación que levantaron las diferentes selecciones en cada uno de los partidos, el dolor que nos produce el hecho no se reduce a esta cuestión profundamente atentatoria de la dignidad, sino a que la acción de Zidane puso de relieve el retorno, siempre presente, de las heridas y humillaciones sufridas por las generaciones anteriores, y nos hizo dudar de la posibilidad de su reparación y de los efectos residuales deshumanizantes que las determinan.

Y el Mundial se convirtió entonces en la caldera de la condición humana. En un paradigma que se resignificó con los titulares que se sucedieron los días siguientes, sobre la crueldad y el horror de la guerra del Medio Oriente. En la cual no se juega sólo una cuestión territorial, sino los odios reivindicativos de las experiencias generacionales previas.

Porque también Israel, paradójicamente como Zidane, pierde dimensión de lo que representa para el mundo. Y realiza acciones que nos sumen en la desesperanza, cuando la "razón de Estado" arrasa con la existencia de un humanismo que llevó a la fundación reparatoria de la muerte y la masacre sufrida por el pueblo judío.

Y decir que ese territorio es la indemnización que recibieron los judíos por el Holocausto es tan absurdo como decir que la democracia es la prebenda con la que nos resarcimos de la pérdida de 30.000 argentinos.

Así como lo es pensar que el pueblo palestino es un invento de la posguerra. Porque aunque su fundación se definiera por exclusión, una vez realizado este acto fundacional, su existencia es indiscutible, así como lo es el derecho del Estado de Israel, una vez fundado, a instalarse en las tierras que trabajó al heredarlas.

Y en cada acción del terrorismo, sea de Hamas o del Estado de Israel, en cada niño que vemos asomar bajo una frazada que cubre sus despojos, en cada mujer embarazada acuclillada en la arena o volada en un balcón, se juega un diferendo injustificable no reductible a la racionalidad política o histórica.

Porque los restos la historia se arrastran, inevitablemente, a través de las generaciones. Y si bien los seres humanos olvidan el hambre cuando están satisfechos, no olvidan las humillaciones y sufrimientos que la crueldad del otro humano les propicia. Por eso las batallas se degradan cuando se pierde referencia al honor —esa vieja palabra que da cuenta del orgullo atravesado por la ética— , y víctimas y victimarios —que no son tan fáciles de definir— se condenan a sí mismos a su propia deshumanización.

(fin)

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