domingo, julio 22, 2007

Libertad de mercado y salud en EEUU

El escritor y periodista Tomás Eloy Martínez ensaya en esta nota publicada por el diario porteño La Nación una crítica de la última película de Michael Moprre, “Sicko”, sobre las “perversiones” (según el autor) del sistema de salud estadounidense, algo que me comentaron amigos latinoamericanos durante un viaje que hice en marzo a los EEUU.

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SICKO es, en la jerga cotidiana de los Estados Unidos, un vocablo ya casi en desuso. Encabalga dos palabras, sick , enfermo, y psycho , psicópata. En las conversaciones de hace medio siglo era parte de una pregunta ofensiva: Are you a sicko? , ¿estás mal de la cabeza? Michael Moore ha restaurado el viejo término para encabezar su corrosivo alegato contra el sistema de salud de los Estados Unidos, una letrina dorada que, según el film, se alimenta de la corrupción y de la codicia.

Quien haya seguido los documentales de Moore desde su extraordinario Roger & Me (1989) podría imaginarlo condenándose voluntariamente a un destino marginal, como el de los profetas bíblicos que entonaban en el desierto su estribillo de males y morían apedreados o crucificados por la cólera de los grandes señores. Nada de eso le sucede, aunque sus películas desnudan hasta el hueso la crueldad de las grandes corporaciones. En 2002, Bowling for Columbine -una denuncia feroz sobre la fascinación por las armas del norteamericano medio- ganó el Oscar al mejor documental, a pesar de que ridiculizaba a Charlton Heston, ídolo histórico de Hollywood. Dos años más tarde, Farenheit 9/11 conseguía una nominación al Oscar y recibía la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Los espectadores celebraban a Moore hasta el delirio cuando exhibía las falsedades de que se había valido la administración Bush para justificar la invasión a Irak a la vez que revelaba los vínculos entre la familia presidencial y la de Osama ben Laden. Moore es un detractor incansable de las enfermedades del sistema, pero el sistema lo tolera y hasta lo premia. Es un provocador, como los bufones de las cortes imperiales. Puede cantar todas las verdades que quiera y lastimar mientras las canta, sin que la corrupción y la injusticia se muevan de su quicio.

No hay señal mejor de la velocidad con que las denuncias de Moore se han vuelto inocuas para el sistema que asistir a la proyección de sus películas en cualquiera de los grandes teatros de los Estados Unidos y leer los adjetivos de los avisos publicitarios. Se supone que Sicko documenta una cadena de tragedias, pero los epítetos con que se atrae al espectador son de una frivolidad que espanta, por decir lo menos: "Brutalmente divertida", "Se va a reír hasta que le duela", "A lo mejor le duele un poquito".

Las entradas para las dos últimas funciones de Sicko en una sala de Broadway, cerca de la ópera de Nueva York, estaban agotadas desde el mediodía la víspera del 4 de julio, y las multitudes no ocultaban su satisfacción a la salida, llevando aún gigantescos cuencos de maíz tostado a medio vaciar. Los aplausos y las carcajadas se oían desde el vestíbulo de la entrada. Los dramas que cuenta Moore son atroces, y por eso mismo la gente los cree incorregibles.

Sicko se abre con una entrevista que refleja las perversiones del sistema norteamericano de salud. Rick, un carpintero de Oregon, se ha cortado dos dedos de la mano izquierda con una sierra. El hospital le permite elegir. Reponer el dedo medio en su lugar le costará sesenta mil dólares; por el anular le cobrarán doce mil. Para Rick, que gana cuarenta mil por año, la respuesta es previsible.

Su tragedia, sin embargo, no es tan indignante como la de Donna, una mujer cuyo bebe de meses despierta en medio de la noche con 41 grados de fiebre. Con el chiquito en brazos, corre a la sala de emergencias del hospital más cercano. Allí la rechazan, porque su aseguradora -Kaiser Permanente- le ha asignado otro hospital. Mientras averiguan cuál es ese hospital y piden la autorización para internarlo, la fiebre sube y sube. La madre suplica que atiendan a su hijo. Entre convulsiones, el bebe muere.

Moore acumula en Sicko estadísticas de espanto: 50 millones de norteamericanos viven en los Estados Unidos sin seguro de salud. Nueve millones de ellos son niños. Hay quienes no son empleados y lo pagan por su cuenta. En ese caso, la suma impuesta a una familia tipo sin enfermedades preexistentes llega a los 26.000 dólares, o poco más. Y aun así, con frecuencia hay que pagar aparte por los medicamentos y, cuando se acude a un médico que no está en la lista de la aseguradora, sólo se devuelve parte de lo que se ha pagado, después de discusiones telefónicas y esperas interminables que pueden terminar en otra crisis de fatiga.

Hay escenas de espeso humor negro. Por ejemplo, la entrevista con un cínico médico que controla cómo se autorizan los tratamientos a los pacientes. Por él se entera el espectador de que, cuando un médico rechaza a más del diez por ciento de los que quieren ser protegidos por su seguro de salud, se lo premia con un bono. Cuanto más rechazos hay, mayor es la recompensa. Y si un paciente no ha declarado cierta enfermedad previa y quiere atenderse por otra, puede sufrir inesperados tormentos. Tal fue el caso de una paciente con un severo problema cardíaco, a la que el seguro le reconoció los 7500 dólares gastados en el tratamiento. Todo parecía terminar sin problemas cuando el médico fiscalizador descubrió que la mujer había tenido alguna vez hongos vaginales y había omitido ese detalle en su declaración al seguro. Fue condenada a devolver los 7500 dólares, aunque ya no los tenía.

Sicko se interna en las aguas de la denuncia franca cuando compara el sistema de salud de los Estados Unidos con los de Canadá e Inglaterra, que son generales y gratuitos. En un hospital de Londres, Moore le pregunta a un paciente norteamericano cuánto ha pagado por tal o cual internación. "Nada", le responde. "¿Nada?", insiste. "Nada -le dice-. Esto no es Estados Unidos." Se abstiene de explicar entonces que los pacientes de esos países esperan con frecuencia meses antes de conseguir turno para una consulta. Una paciente cruza la frontera hacia Canadá, donde la atienden gratis. Moore comenta entonces: "Somos americanos. Cuando necesitamos algo, vamos a otro país".

El lenguaje del documental es sin duda demagógico, pero también es eficaz. En el último tercio, el autor advierte que, mientras algunos de los héroes nacionales del 11 de Septiembre están sufriendo los estigmas de un sistema de salud caro, imprevisible y lento, los enemigos de guerra recluidos en Guantánamo disfrutan de cuidados hospitalarios instantáneos y gratuitos. Se le ocurre entonces viajar a Cuba con los voluntarios enfermos. En Guantánamo los rechazan, por supuesto, pero en La Habana, cuando preguntan por un hospital y una farmacia a un grupo de hombres que juegan al dominó, se enteran de que hay varios cerca, a pocos pasos. Los peregrinos reciben en La Habana, por fin, la atención privilegiada que su país les niega, en centros de salud dotados con máquinas de última generación y médicos que hablan un inglés impecable.

Moore se priva de explicar las diferencias entre el servicio que se brinda en ese hospital inmaculado, para los turistas y los funcionarios, y aquellos centros de salud a los que tienen acceso los cubanos comunes. Es innegable, sin embargo, que el sistema público de los Estados Unidos ocupa el 37º lugar en las evaluaciones de la Organización Mundial de la Salud, muy por debajo de Francia (1º), Italia (2º), España (7º) y el Reino Unido (18º), aunque dos niveles por encima de Cuba (39º). El mejor resultado de América latina es el de Colombia (22º). Luego están Chile (33º) y Costa Rica (36º), lejos de México (61º), de la Argentina (75º) y de Brasil (125º).

A la salida de una exhibición de Sicko en Nueva Jersey oí a un señor preguntar en voz alta, desafiante, si en Cuba se exhibiría la misma película con los datos al revés. Sin duda, no. La salud y la educación están allí protegidas, pero la libertad de expresión agoniza desde hace décadas. La especie humana avanza a pasos de vértigo en la tecnología y en la ciencia, pero sigue siendo incapaz de construir sociedades fundadas por igual en la libertad y en la justicia. Donde se garantiza una se sacrifica la otra, y a veces faltan las dos.


(fin)

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