María Elena Walsh lo cantó hace tiempo: “que nunca falte en tu casa/ sábana/ y mantel”. Y libros, libros para salvarse de todo sitio donde haya tristeza, afirma la escritora Alicia Dujovne Ortiz en esta nota publicada en el diario porteño “La Nación”, en referencia a Mirta, una militante social de José León Suárez, una ciudad del norte del Gran Buenos Aires. El título original de la nota es el que aparece en el título de este artículo.
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“Europa me pareció muy linda, muy limpia y ...muy vacía. Ni en Bratislava, ni en Munich había nadie por la calle”. Esta visión del norte europeo podría ser compartida por cualquier turista argentino, o napolitano, pero, teniendo en cuenta el barrio donde vive la viajera sorprendida por semejante ausencia, se comprende mejor.
La casa de Mirta está en José León Suárez, en uno de los barrios asentados, desde los años 60, sobre unas tierras fiscales que en los planos municipales figuraban como “bañado”. Hoy, un hilo de basura entre barrancos formados por escombros divide ese primer asentamiento, ya compuesto por casitas terminadas, o casi, de las nuevas tolderías hechas de palo y arpillera de la orilla de enfrente, donde se alojan los recién llegados, descendientes de los asentados de ayer, que huyeron de la miseria en sus provincias para encallar en ésta.
Recorrer el barrio de Mirta me ha permitido entrecruzar mi asombro con el suyo. Si las ciudades nórdicas son incoloras y llenas de soledad, José León Suárez rebosa de todo lo contrario, por la simple razón de que la gente vive afuera: el adentro no invita a arrellanarse en ningún sillón. Durante el día se asiste a un trajinar de carritos cuyo contenido se descarga alrededor de las casas. A la caída de la tarde se encienden los quioscos. Todo el que tiene algo para vender abre un cuadrado en la pared y lo expone. Una chica de rojo, con una gorra de visera también roja, enmarcada, como para un retrato, en una ventana-mostrador con tres paquetes de galletitas y dos gaseosas, se ríe frente a un grupo de adolescentes que tampoco presentan signos de aburrimiento. Pibes de todas edades corren sueltos, con ese modo exacerbado de moverse que se notaba en ellos cuando todavía los dejaban subir al tren de pasajeros comunes, antes de confinarlos en el gueto de un tren especial. Una gestualidad sin trabas que proviene, según el hijo de Mirta, Ernesto Paret, “del hacinamiento, la basura, los enfrentamientos, los tiros, las drogas, las chicas fáciles a cambio de algo, característicos de uno de estos barrios del Gran Buenos Aires donde todo es posible porque los espacios públicos son una combinación fatal entre lo virtual y lo real”.
Mirta Justina Belizán nació en Santa Fe. Tenía diecinueve años y cuatro hijas cuando la familia se instaló en Suárez “porque daban terrenos. Una señora encargada los medía con un hilo para irlos repartiendo”. En 1967 sobrevino la gran crecida del río Reconquista. Les siguieron unas cuantas: la apelación “bañado” no era casual. Esa primera vez, Mirta le dijo a su padre, que no podía caminar: “Me parece que a lo lejos hay agua”. El padre no le creyó. Ella se fue con la impresión de que un espejo brillaba a la distancia. “Cuando volvía en el 237 me crucé con gente que pasaba con bolsos y lloraba. Al bajarme del colectivo no encontraba mi calle. Por fin vi venir a mi hermano con el agua a la cintura, que traía a mi nena alzada. Era tanto el espanto que no la reconocí. Nos llevaron a la base aérea de El Palomar. Cuarenta días más tarde, cuando pudimos instalarnos de nuevo, todo que teníamos en el mundo era una pura pudrición”.
A partir de ese momento vivieron midiendo el agua con un palo. “No se necesitaba la inundación para mojarse los pies –desliza Ernesto, familiarmente llamado Lalo–. A la noche dejábamos las zapatillas encima de algo para que no salieran flotando”. Hoy Mirta tiene sesenta años, ocho hijos (“tres con la primaria completa y uno, Lalo, con tres años de secundaria”), treinta y nueve nietos (cuatro de ellos murieron) y quince biznietos. “Yo los crié a todos trabajando de carnicera, en el servicio doméstico, juntando diarios, cirujeando. Cuando me acuerdo, es todo tristeza. Yo creía que las vacaciones y un baño con inodoro eran cosa de ricos”.
Tenía veinte años cuando empezó a “ver las cosas del barrio”, a asistir a reuniones de vecinos. Así la fueron conociendo. Es cierto que aquella Mirta juvenil no tenía el aplomo, la solidez de ahora. Pero tampoco las dificultades de ese entonces la obligaban a ser la roca en que ha debido transformarse. “Aquí la gente se amontona cada vez más, con mayor necesidad, con más madres chiquitas, con más de todo lo malo”. ¿Madres chiquitas? “Sí, nenas de doce años que son adictas y no saben ocuparse de sus bebés”.
Durante la crisis de 2001 hubo que salir otra vez a cirujear para comer y vestirse (las verdes colinas de la Ceamse que se recortan en el horizonte, sumergiendo barrios enteros bajo la pestilencia, dan para todo). Pero del mismo problema surgió la solución: asociarse. Junto a algunos vecinos, Mirta y su hijo fundaron una cooperativa de cartoneros (cooptrenblanco@argentina.com) para la recolección de botellas de plástico, que son clasificadas, molidas y vendidas a las empresas de alta tecnología con un valor agregado.
“Al principio nos largamos sin medir las consecuencias –dice Mirta–, hoy lo seguimos viendo como una salida. Lo que hay que hacer es educarse. Yo estoy estudiando computación junto con tres compañeros. Otros abandonan: cirujear por su cuenta les parece más fácil”. “Con las fábricas recuperadas pasa lo mismo –interviene Lalo–, los obreros se encuentran ocupando el sitio del patrón, improvisando sobre la marcha, sin darse cuenta de la revolución que están llevando a cabo, armando el futuro sin el menor antecedente, hijos de nadie y embarazados de algo sin saber de qué. Pero creo firmemente que ellos están convencidos de que esto servirá, para nuestros hijos, para que sepan que con organización y lucha se consiguen los sueños”.
Lalo Paret tiene una claridad en materia social y política que lo convierte en alguien a quien conviene escuchar. De chico cirujeaba, hoy es miembro de dos ONG: una norteamericana, La Base (www.labase.org.ar), y la otra argentina, Va de Vuelta (www.vadevuelta.org.ar). Ya lo han invitado a desarrollar sus ideas en varios países. Conoció a la alemana Manuela Stein en un congreso del Brasil y le habló de su madre, a la que admira. Poco después, los padres de Manuela, Renate y Hans Stein, llegaron a José León Suárez a conocer a Mirta.
Por lo que se pudo captar (chapurreaban un castellano de otro planeta), la pregunta que le formularon fue: “¿Qué puede hacerse en este barrio?”. Mirta tenía la respuesta: “Un centro de madres. Para trabajar con mujeres nuestras y que cada una aprenda de la otra. Que estudien, que se armen para que se las escuche, que enseñen a los chicos a comer en la mesa y a volver a las 5 de la tarde para tomar la leche como se debe”. El deseo de Mirta señalaba la realidad por el reverso: una miseria que relegó al olvido el simple gesto de sentarse a comer. No pasó mucho tiempo antes de que a Mirta Justina Belizán le llegara una invitación para participar en un Congreso Internacional de Madres a realizarse en Bratislava.
Todo transcurrió con una naturalidad y un goce perfectos. Sus propias palabras, “el pobre vive soñando y cuando se le realiza, se asusta”, no pudieron aplicársele a ella misma. La acompañaba una rubiecita catequista llamada Sonia Sánchez. En Eslovaquia (porque resultó que la tal Bratislava quedaba en ese país) escribían su nombre como Sonja. También resultó que Renate Stein era la dirigente del Centro de Madres Mine, basado en Munich y con sucursales en numerosas ciudades, entre las cuales, muy pronto, se contará la de José León Suárez.
“Cuando me dieron la palabra en el Congreso no me paraba nadie. Antes había hablado la delegada de un país de Africa, y lo que ella contó era peor que lo nuestro. No tienen agua. Así que yo dije que nosotros queremos rescatar nuestro futuro que está perdido, y que necesitamos mucho, pero no tanto como ellos, por suerte”. “¿Y qué necesitamos?” “Que nos ayuden a arreglárnoslas solos sin regalarnos nada. Acá se fomenta la vagancia con tantos comedores. Las madres mandan a los chicos con un tupper para que les traigan comida y después la plata se la gastan en cigarrillos. Hay que ganar lo que se come, así nadie puede reprocharte lo que tuviste gratis. Yo nunca mandé a mis hijos a pedir. Siempre estuvieron limpios, hasta cuando cirujeaban. A las madres que dejan a sus chicos metidos en la basura habría que ponerles multa.”
Mirta fue muy aplaudida en Bratislava. Se hizo amiga de rusas, de jamaicanas, de italianas, de indígenas guatemaltecas, de gitanas rumanas. Participó en talleres sobre los problemas mundiales de la mujer, en desfiles nocturnos con velas encendidas, visitó Munich y Zentum Poing (ni ella ni yo supimos definir dónde quedaba eso, aunque el alcalde del lugar le haya correspondido visitando José León Suárez), y se volvió a su casa con una promesa apretada en el puño: la fundación Mine la ayudaría a realizar su proyecto, y no sólo en su barrio, sino también en Santa Fe.
En el barrio no ha quedado ni un lugarcito libre porque la población aumenta junto con la pobreza. Pero hay uno al que Mirta le ha echado el ojo desde hace tiempo: un enorme gimnasio sin terminar, que pertenece a la capilla del pueblo y se levanta en el único espacio vacío. El acuerdo con los alemanes se acaba de firmar. “Ya está, un poco más y empezamos”.
El Centro de Madres de José León Suárez va a ofrecer cursos “de todo”. Va a contratar a psicólogos, a maestros, a profesores. Las mujeres se ocuparán por turno de cuidar a los chicos y por ese trabajo recibirán un pago. El grupo fundador se compone de Sonia, Norma, Nancy, Silvina, Margarita, Mónica y, claro, Mirta. El Centro va a generar fondos. Nada será gratuito. Se exigirá una colaboración mínima para el almuerzo y la merienda, “así aprenden a comer y se termina con el clientelismo. Al principio va a haber guerra con algunas, pero yo estoy re-preparada, porque las conozco bien”.
Re-preparada, fogueada, dura, aguerrida, curtida, acorazada, sin el menor discurso supuestamente redentor, Mirta pierde los ojos en un punto lejano cuando le pregunto si ella siente que José León Suárez es su lugar. “Yo nunca pensé en otra cosa que en ser pobre y en terminar pobre. Ahora pienso así: lo que tenemos es esto y hay que empujar para que salga. Quiero que la obra del Centro crezca, verla terminada, que funcione, pero para mi vida ya no. Ojalá todo el mundo pudiera irse de acá”.
En el tren de regreso viajaba una morochita flaca con varios piercings, a la que había visto en el barrio. Iba leyendo El Poema del Mio Cid. No alzó la vista ni un instante. Recordé que uno de los quemeros de la quema clandestina de Campana, que visité hace meses, se ha recibido de profesor de Historia; que un quiosquero de Gregorio de Laferrere es gran lector de Spinoza y de Derrida; que Lalo se expresa como un poeta y un intelectual. Y que Mirta desea que se coma en la mesa. María Elena Walsh lo cantó hace tiempo: “Que nunca falte en tu casa/ sábana/ y mantel”. Y libros, libros para salvarse de todo sitio donde haya tristeza.
(fin)
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