En estos días, en Alemania hay argentinos con muchos años de argentinos. Pero, especialmente, hay argentinos que no residen en la Argentina y ejercen en la cita del Mundial una posibilidad emocional que no siempre tienen. Los describe en esta nota desde Alemania Ariel Scher, un querido ex compañero de trabajo y uno de los periodistas más sensibles y completos que conozco, publicada en el diario Clarín, de Buenos Aires, el 21 de junio de 2006.
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Peregrinos de Selección
Conrado no armó sus pasos entre Caseros y Filadelfia. El fue, o va, o sigue yendo de Mendoza a Bilbao, donde trabaja en una refinería. De celeste y blanco, también, Conrado. Todo de celeste y blanco, a unos metros de la Göethestrasse, la calle que obliga a recordar que en esa ciudad nació Johann Wolfgang von Goethe, escritor entre los escritores alemanes. Acaso en honor a Göethe es que Conrado suena casi poético: "Cuando vivís fuera de la Argentina, ver a la Selección es encontrarte con tu historia".
En estos días, en Alemania hay argentinos con muchos años de argentinos. Pero, especialmente, hay argentinos que no residen en la Argentina y ejercen en la cita del Mundial una posibilidad emocional que no siempre tienen. "No se trata de esos nacionalismos baratos que a veces aparecen con el fútbol —analiza Rodrigo, con un pasado ya largo en Inglaterra—, sino de esa sensación de que estás con gente con la que algo, algo fuerte que no se puede explicar con palabras, te une". Rodrigo avisa que su tema es la informática y no la sociología y que por eso no se anima a definir qué es eso que lo une a todos los de celeste y blanco con los que camina y canta y se entusiasma cerca del maravilloso edificio de la ópera de Francfort. Lo único seguro es que ese algo existe: acaso sea recuperar una idea de país durante un rato, acaso sea lo que produce el fútbol, acaso sea la inigualable combinación de ambas cosas.
Diez minutos hace que se conocen Federico, que tiene un lavadero de coches en España, y Martín, que es futbolista en Rumania, y Germán y Carlos, que juegan al hóckey en Italia. Diez minutos suficientes para compartir cuatro sandwiches económicos y desparramarse sobre un suelo de Francfort como si ese suelo estuviera en Boedo, en Córdoba, o en Neuquén. "Vamos Argentina", enuncian, fraternales unos con otros, vueltos una especie de nuevos parientes gracias a que los acercan la fe en un mismo equipo y la memoria de que estudiaron con idénticos programas escolares. "¿Sabés lo que es estar cerca de la Selección cuando todo el año están lejos de tu casa y de tu gente?", interroga uno de ellos. No hace falta ni intentar responderle. Justo en los bordes de la entrada al museo Albert Schweitzer, otro argentino interrumpe la melancolía. También dice, convencido, "vamos vamos".
Al cabo, tampoco encuentran respuestas ni Dante ni Carlos, cada uno con tres lustros y pico amaneciendo y anocheciendo en Aruba. Los dos viajan a bordo de un motor home sobre el que cargan el físico y los sueños. "Alguien me habló en la cancha el otro día, justo cuando los jugadores entraban para el partido contra Serbia y Montenegro. Quise contestarle y me puse a llorar. Por ahí es por la distancia con el país, no sé. El viaje al Mundial es una aventura que tiene que ver con el fútbol, pero más que eso con emocionarse a cada rato..."
"Estamos en una fiesta" es lo que pronuncian y lo que palpitan Alejandra y Carlos, hasta ahora residentes en Roma, desde pronto en Londres. Cuentan recuerdos, comentan fútbol. Alejandra enfoca sonriente ese escenario. Después, suelta una sola frase. "Es como sentirse en casa", dice. Y avanza hacia el río de Francfort, mitad esperanza y mitad nostalgia, toda celeste y blanca, ella también.
(fin)
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