El periodista Martín Caparrós enumera en esta nota publicada en el diario porteño Crítica el 18 de julio de 2008 los errores cometidos por el kirchnerismo en más de cuatro meses de conflicto con los empresarios ruralistas por los impuestos a exportaciones agropecuarias.
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Frankestein
No se enfrentaban a nadie. Hace cuatro meses, cuando empezó este baile, sus peores enemigos eran la inflación, las sospechas de corrupción, el INDEC, la posibilidad de que, si acaso, a Macri no le fuera tan mal, o sea: no tenían enemigos. Sin embargo, empezaron a hablar como si los tuvieran –y todo parecía tan extraño. Hasta que consiguieron producirlos.
“Si una situación es definida como real, esa situación tiene efectos reales”, dice el teorema de Thomas, un sociólogo americano que trató de sintetizar la idea de profecía autocumplida. Digo: la mayoría de los argentinos estamos a favor de las retenciones a las exportaciones de materia prima –agropecuaria, petrolera, minera. O, por lo menos, hasta el 11 de marzo, muy pocos estaban en contra. Ni siquiera los más feroces camperos discutían su existencia. Y después discutieron su monto –con perdón–: sólo su monto.
Por eso no creo que el tema de estos días sean esas retenciones, algunos puntos más o menos: lo que se discute, ahora, es el resultado de una de las series de errores políticos más notables de la historia argentina reciente.
Primero fue esa resolución 125 llena de errores técnicos y fundada en el peor error político: no diferenciar a grandes y chicos y empujar a las rutas a una cantidad de gente que jamás habría salido si el Gobierno hubiera establecido esas diferencias. Ahí empezó todo: el Gobierno creó la masa crítica en su contra y posibilitó una alianza inverosímil entre chacareros y terratenientes.
Su otro error original fue no hablar, desde el principio, de redistribución. Empezaron por decir que se llevaban esa plata sin decir para qué, y tardaron meses en ofrecer unas promesas vagas y etéreas, sin anuncios concretos. Y, además, omitieron coparticiparla, con lo cual se peleaban con sus aliados provincianos.
Justo después vino otro error: aquel tono crispado que la mayoría no entendió ni consideraba necesario, y que los alejó de mucha gente que hasta entonces los apoyaba. Y que no enmendaron cuando vieron que no funcionaba; al contrario, redoblaron la apuesta y empezaron a hablar de golpes, de grupos de tareas increíbles.
Hasta el error final: tras meses de idas y venidas, y sin ninguna convicción, porque no encontraban otra vía, mandaron la resolución al parlamento: era obvio que el debate aumentaría los conflictos y divisiones que ya asomaban en su propio bloque de poder. (Y dejamos de lado mucho error menor. Los técnicos, como aquel que hizo que la retención rechazada ayer terminara favoreciendo a la soja sobre el maíz y el trigo, por ejemplo. O los de esta semana: salir a la calle el martes a perder una pelea cuantitativa que nadie les obligaba a dar, no ser capaces de calcular los resultados del Senado, comprarse a Saadi cuando ya no servía.)
También fue un error hacer de este conflicto una cuestión de supervivencia, todo o nada. ¿Ahora cómo van a hacer para explicar que la derrota no fue tan importante? Los errores son legión pero truena, por encima de todo, el gran error: la creación de Frankenstein, el monstruito enemigo.
Frankie es un espanto: la mezcla más extraña, la receta que nadie habría podido imaginar –Urquía y la CCC, Buzzi, Carrió y Barrionuevo– y actúa abominable muchas veces: racista, clasista, gorila de opereta, patriotero. Otras, en cambio, se pone inteligente o astuto o eficaz, progre o conserva, tan variado. Es obvio que va a ir perdiendo piezas: la Rural y Castells no pueden seguir juntos mucho tiempo. Pero aún así le van a quedar varias y quién sabe adónde irá; para facilitarle el camino, quedará en millones de personas esta sensación de antagonismo con el Gobierno, de que nada de lo que haga va a estar bien. Y todo lo consiguieron casi solos, por sus propios méritos.
El rechazo de las retenciones, en cambio, fue mérito –o demérito– de muchos otros. Fue un triunfo de la política, de lo que me gusta entender por política: la participación y la movilización en pos de un objetivo. Es casi un chiste cruel que el mayor ejercicio de democracia directa de los últimos tiempos haya llegado de la mano de algunos que muchas veces se cagaron en la democracia: es otra de las contradicciones de esta historia de contradicciones incansables. Aunque hay cierta justicia poética en el despropósito: al kirchnerismo le ganó la participación que sus jefes deberían haber encarnado y fomentado –por supuesta tradición, por supuesto proyecto– y siempre despreciaron, hasta que, en pleno susto, convocaron a otro rejunte extraño.
Digo: un triunfo de la política. Un gobierno lanza una medida como han lanzado todas sus medidas los gobiernos recientes –por decreto o resolución, sin consultas, puro poder ejecutivo– y, por una suma de razones, mucha gente decide oponérsele y para eso sale a la calle, a las rutas, se hace oír como puede, presiona a sus representantes, consigue su objetivo.
A mí me gusta que la política suceda en la calle porque implica un descontrol, en sentido estricto: cantidades de personas moviéndose sin el control de los que siempre nos controlan, un momento fluido, imprevisible. Si los gobernantes supieran lo que les conviene, quizá tratarían de reemplazar esta movilización por referéndums. Estos cuatro meses de marchas y contramarchas, errores y pavadas, podrían haberse evitado con la limpieza de una consulta popular: dos semanas de debates, votación y a los bifes.
En cualquier caso, ganó la versión menos mediada, más movilizada de la política: una democracia un poco más directa, menos presa de sus “representantes”. Ojalá sea un ejemplo: que el mismo grado de movilización pueda reclamar que los hospitales no sean chiqueros, que en las escuelas se enseñe, que los transportes funcionen, que los más pobres coman, que haya igualdad en serio. Que la movilización no quede sólo del lado de los que quieren –un poco más de– plata.
Fueron meses muy raros –que no se han terminado. Me pregunté mucho, durante este conflicto, cuál era la pelea real, detrás de los puntitos porcentuales. Distintos sectores tenían peleas distintas pero, en general, creo, peleaban por sus ideas diferentes del Estado. El Estado es el eje de la política kirchnerista.
El Gobierno intenta la recuperación de un poquito de Estado y se pelea con los ricos y medio ricos que se acostumbraron a disfrutar del no-Estado que Videla y Menem impusieron. El Gobierno hace un uso módico de ese Estado y no convence a los pobres y no tan pobres que querrían que les volviera a asegurar lo que les debe, lo que les cobra en impuestos. Es el problema típico de estas políticas nichinili: demasiado para algunos, insuficiente para muchos. Y un corolario: no hay nada peor que alguien que hace, en nombre de una idea política, algo distinto de ella. No sólo no la concreta sino que, además, cierra espacios para los que quieren seguirla realmente.
Mientras tanto, el Gobierno va a tener que buscar un rumbo. Frankie ahora amenaza y se lo hace más difícil. Cuando asumió Fernández se dijo que mantendría el gabinete de su esposo hasta abril y que recién entonces –¿por qué entonces?– formaría el suyo propio: quizá sea el momento.
De hecho, varios opositores empiezan a deslizar que ya es hora de que el ex presidente deje gobernar a su mujer –y le atribuyen la derrota, en una versión actualizada de la “teoría del cerco”: ella es más buena, él es el malo, Néstor como el Lopecito de Cristina.
El Gobierno tiene que hacer algo. Podrían pensar que su mínima política de alianzas les dio pésimos resultados –un tal Cobos– y que deben abroquelarse y que, en su soledad, les conviene profundizar esas reformas con las que amenazan. O pensar que les conviene abrir y negociar, tratar de seducir a las clases medias que perdieron.
Hay, por supuesto, muchos caminos intermedios para oponerse a Frankie. Pero ahora la Presidenta está, como corresponde, en Resistencia, donde dice que es un día muy especial por “la recuperación” de Aerolíneas Argentinas, y muy triste porque ha muerto un amigo querido, testigo de su casamiento, y después habla de la infraestructura del Chaco y del aumento de las inversiones extranjeras y muchas gracias buenas noches. Del otro lado hay un país que se quedó esperando. Frankie avanza.
(fin)
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