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Inclusión digital, el caso de Brasil
Por Francis Pisani
El Espacio de los Sueños está todavía en la fase inicial. Se registraron 200 niños. En la sala para cursos y acceso libre, media docena de chicos navegan por la 'web'.EL ESPACIO DE LOS SUEÑOS es un edificio ultramoderno pintado con colores vivos ubicado a la entrada de una favela. Fue construido con el dinero de Progetto Sud, una ONG italiana (uil.org.br) ligada al sindicato UIL (Unione Italiana del Lavoro). Es uno de los puntos de cultura creados siguiendo una iniciativa del ministro de Cultura, el cantante Gilberto Gil, para desarrollar la inclusión digital promovida por el Gobierno brasileño.
La metodología más que el dinero fue lo que atrajo el interés de Progetto Sud, explica Rosanna Cocco, de la UIL. Los italianos han pagado por las 18 computadoras utilizadas para brindar formación y acceso a Internet y por las 5 que sirven a la elaboración de proyectos multimedia del programa cultural.
Es muy temprano para juzgar los resultados. Integrado al proyecto hace apenas cinco meses, el Espacio de los Sueños está todavía en la fase inicial, vuelta más caótica todavía por la violencia imperante en São Paulo. Se han registrado 200 niños. En la sala reservada para cursos y acceso libre, media docena de adolescentes están navegando por la web. Les cuesta manejar esos programas, tal vez más porque están redactados en inglés que porque se trata de software libre. Al igual que los comportamientos analizados en otras partes del mundo, las niñas estaban chateando, mientras que los niños le daban a los juegos virtuales, más o menos violentos.
Rosanna es la primera seducida por el programa que trata de aplicar. "No tenemos nada de esto en Italia. Consideraba la computadora como algo superior a mí. Aquí se aprende a manejarla. Me gusta empezar a dominarla". Es apenas un primer paso. "En los Puntos de Cultura", recuerda, "se utilizan las máquinas para despertar la creatividad". Thays, la monitora, precisa: "La informática, para nosotros, no es un fin. Es un medio para encontrar quién canta o dibuja bien".
La meta de los más motivados, explica, es acceder a la sala multimedia, en la que encuentran los recursos necesarios para grabar música, producir vídeos, lanzar un periódico o una radio comunitaria. Mientras explica el funcionamiento del centro, una de las niñas empieza a crear personajes de caricaturas con uno de los programas instalados en la máquina.
Llevar computadoras a zonas desfavorecidas ya es cosa común. La pregunta es si sirve para algo.
Lia Ribeiro, directora de la revista A Rede (arede.inf.br), un "canal de comunicación entre varias redes de inclusión digital", tiene una posición única para observar el proceso. A Rede ha registrado 7.000 centros de diferente índole.
Las iniciativas surgen de todas partes. "No son coordinadas. No tienen un solo objetivo común. Este Gobierno no tiene, al contrario de lo que podríamos creer, una política coherente de inclusión digital. No podemos ignorar, sin embargo, que fue él quien lanzó la inclusión digital", explica Lia Ribeiro. El Banco do Brasil abrió 1.600 telecentros (ligados por un portal común) de acuerdo con instituciones locales y de la sociedad civil. "Nada de esto existía hace tres años", afirma.
Evaluar los resultados es fundamental, insiste François Bar, profesor de la Universidad de California del sur, con quien viajé gracias a la financiación del Annenberg Center, donde enseña. "Apenas estamos al inicio de la investigación. Estamos discutiendo la metodología", explica Ribeiro. "Estamos tratando de definir en qué consisten las mejores prácticas". Señala, como parte del esfuerzo, el Observatorio de Políticas Públicas de Infoinclusión (oppi.org.br).
Ribeiro tiene sus convicciones sobre los centros de inclusión digital. "Los que funcionan mejor no son ni los más ricos, ni los que han sido creados en zonas con mayor nivel educativo. Son los centros más ligados a sus comunidades. En un país con tantas desigualdades como el nuestro, la inclusión digital tiene que ser también inclusión social". Está en una excelente posición para sacar conclusiones. También sabe que el análisis del impacto social de la inclusión digital es indispensable, aunque fuese sólo para implantarlo con más eficacia.
(fin)
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Brechas viejas y nuevas
Por Rubén Levenberg
Desde la invención de la escritura en adelante, el hombre ha creado decenas de máquinas para comunicar, verdaderas extensiones de sus propias capacidades de comunicación. Cada vez que una de estas tecnologías aparece, su impacto sobre la sociedad se puede medir en cambios concretos en las capacidades de la especie. La escritura permitió que las ideas y los mensajes perduraran, porque ya no era necesario que el emisor estuviera ahí, hablando, para que el resto del grupo recibiera el mensaje. El telégrafo, el fonógrafo y el teléfono abrieron la posibilidad de pasar del transporte de los mensajes -un libro, un diario sólo llegan allí donde son transportados- a la era de las comunicaciones, como diría Patrice Flichy, un autor que muchos de los que escriben sobre TI deberían leer.
En cada uno de esos momentos clave de la evolución de la sociedad, cuando una tecnología emerge para cambiar aspectos sustanciales de la sociedad, se genera una brecha insalvable, porque las nuevas tecnologías resuelven problemas y generan otros. Si el resultado final para la humanidad es beneficioso, en muchos casos los sectores de la sociedad que no tienen acceso a otros recursos elementales, como el trabajo, el alimento y la vivienda, estarán lejos de sentirse identificados con las nuevas tecnologías.
Dicho en términos más sencillos: La brecha tecnológica es tan vieja como la humanidad y divide a los que se benefician del progreso y a los que no reciben tal beneficio. El rasgo más perverso que algunos autores han descrito es que cuando mayor es el avance tecnológico, mayor es la brecha, la diferencia entre los que acceden y los que no tienen acceso.
En la última década y media -digamos, desde 1990- la brecha tecnológica ha ido adquiriendo diferentes nombres -analfabetismo informático fue el más utilizado- hasta que se hizo un hábito hablar de “brecha digital”, que no es otra cosa que la dificultad de amplios sectores de la sociedad para acceder a los recursos que la informática y las telecomunicaciones brindan al resto.
Esta semana, durante una clase especial que dictó en la cátedra de Historia de los Medios, en la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA, el investigador español Diego Lozano recordaba cómo los primeros aparatos de televisión generaron una división clara entre regiones y entre familias. Entre aquellos que tenían un aparato en su casa y aquellos que, o lo veían en la casa en la que trabajaban -las mucamas, claro- o pagaban unas monedas al feliz poseedor de un aparato para ver un programa que le interesaba. La brecha analógica, como se la ha denominado, tenía ya una larga historia, desde que la aparición del teléfono dejó afuera a quienes no tenían la posibilidad de acceder a una línea.
A pesar de la formidable evolución de la tecnología, cada nuevo paso hacia adelante no hace otra cosa que aumentar las brechas. Pasamos de la brecha analógica a la digital, pero es brecha al fin. La mitología ciudadana nos dirá que la solución es multiplicar el número de accesos, abaratar los costos, modificar los modos de distribución de la tecnología para que haya mayor inclusión. Todo vale, todo sirve, pero los problemas de fondo no se encuentran en la brecha analógica ni en la digital. Hay que buscarlos en la brecha económica y eso no es responsabilidad del sector de las tecnologías de la información.
(fin)
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