“La literatura no es tanto lo que uno dice, sino cómo lo dice. Eso que algunos llaman estilo es la parte esencial de la literatura. Por lo demás, las anécdotas son las mismas: siempre Caín está matando a Abel, o alguien está robándose a Helena de Troya y declarando la guerra... No son más de una docena de historias las que hay en la civilización, y todos damos vueltas para terminar en lomismo. Todo arte tiene un afán de perennidad, pero creo que eso nunca se logra”, afirma Héctor Tizón, juez y escritor argentino, en una entrevista del periodista Angel Berlanga en el diario porteño Página/12 en agosto de 2006.
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“La anécdota nunca está afuera, sino dentro de uno”
“Yo pensaba que realmente no iba a encontrar nada novedoso con este libro”, dice Héctor Tizón en el hotel donde suele alojarse cuando llega a Buenos Aires desde Yala, a pocos metros de la Plaza San Martín. En este hotel, y también en París, solía reunirse con Juan José Saer, el amigo que estaba confiado de su cura y de quien hablará más adelante, porque la cosa arranca por la publicación de sus Cuentos completos, un volumen que despliega los cinco libros de relatos editados entre A un costado de los rieles (1960) y El gallo blanco (1992), más cuatro cuentos dados a conocer en revistas o antologías, más otros tres hasta ahora inéditos. “Pero después –explica el narrador– vi la unidad que había y me di cuenta de algo que sospechaba desde hace mucho: en el primer libro de un escritor estarán todos los que escriba después. Es como una obsesión esencial; no por la forma, sino por algo muy íntimo, que da una suerte de identidad desde el comienzo. Más que una colección, son expresiones más o menos distintas, esencialmente idénticas, que conforman un libro de numerosas páginas.”
Leonor Fleming, amiga y profunda conocedora de la obra del escritor, cuenta en el prólogo que Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Rosario de la Frontera, Salta, más precisamente en el Hotel de las Termas, donde Lucrecia Martel filmó hace poco La niña santa. ¿Cómo? ¿No era de Yala, jujeño? Fleming apunta a la minuciosidad en la construcción de un espacio literario asentado en la Puna; Tizón dice que guardó silencio porque “no valía la pena aclarar esta confusión geográfica”. Luego cuenta que él mismo se enteró hace apenas treinta años, cuando necesitó ordenar papeles para irse al exilio y pidió una partida de nacimiento. “Como no me la daban, le dije a mi padre: ‘¿Qué pasa, se han olvidado de inscribirme, o qué?’. ‘No –dice–, no la vas a encontrar nunca porque naciste en otro lado.’ Y cuando di con ella, le pregunté: ‘¿No encontraron a ningún criollo para ponerme de testigo de mi nacimiento?’ No, porque mis padres eran los dos únicos pasajeros del hotel.”
Más de una vez, Tizón ha dicho que siente que pertenece a la cultura altoperuana. “Usted no parece argentino”, dice Tizón que le comentan en muchos lugares de Latinoamérica. “Nunca alcancé a saber si había dobles intenciones en esos comentarios”, explica. “Claro, porque tienen una idea muy particular de lo que es ser argentino; no sé qué pensaban, que somos todos como Alberto Castillo... Me parece muy raro eso. En México, por ejemplo, puede ser un elogio. Por supuesto que yo me siento argentino, pero no uno de esos de escarapela, que andan pregonando argentinidad. Esa actitud, me parece, es patrimonio de los canallas.”
–¿Notó un quiebre en su escritura a partir del exilio?
–Por supuesto, y con mucho dolor. El exilio es una especie de intemperie: a uno le arrebatan el lugar que creyó iba a ser su país para siempre. Tampoco se tiene en esa situación la visión de la tierra prometida. Para ciertas cosas pareciera que es indiferente el lugar en donde uno esté, pero para lo esencial nunca lo es.
–¿Y cómo se superpone la idea de continuidad que planteaba al comienzo con este otro quiebre?
–Tal vez pueda notarse sutilmente en la manera de usar el habla. Es curioso que, más que en la intimidad de la escritura, eso se note a partir de las traducciones a ciertas lenguas en las que he tenido participación, cuando me preguntan sobre cómo suenan algunas palabras. Cómo suena un libro es lo principal, en definitiva, porque la literatura no es tanto lo que uno dice, sino cómo lo dice. Eso que algunos llaman estilo es la parte esencial de la literatura. Por lo demás, las anécdotas son las mismas: siempre Caín está matando a Abel, o alguien está robándose a Helena de Troya y declarando la guerra... No son más de una docena de historias las que hay en la civilización, y todos damos vueltas para terminar en lomismo. Todo arte tiene un afán de perennidad, pero creo que eso nunca se logra.
–¿Cómo ejemplificaría eso?
–Una demostración de arte efímero es lo que llaman, en la Quebrada de Humahuaca, las ermitas. Son paños con anécdotas, generalmente vidas de la pasión de Cristo, hechos con pétalos de colores, que duran lo que puede durar un pétalo. Frente a la Catedral de Estrasburgo, que pareciera demandar para sí la eternidad, décadas más o menos, en el fondo es lo mismo. Lo esencial del arte no está ahí, sino en el afán de quien trazó el diseño de los pétalos o de quien puso ladrillo sobre ladrillo y arriba unas gárgolas. En ese afán, inaprensible, indefinible, está toda la grandeza y también el talón de Aquiles del arte. Sabemos que se lo va a llevar el viento, pero insistimos una y otra vez.
–Fleming anota que la Puna, para usted, más que un lugar geográfico es una experiencia. ¿Coincide con la idea?
–Sí, me parece un descubrimiento muy feliz. Supongo que quiere decir que en un desierto, como su nombre lo indica, uno no puede esperar espectacularidades, acontecimientos extraordinarios, sino la experiencia de la soledad, que es una especie casi de contrasentido. Puede esperar el sonido del viento y la eventual visión de alguien que pase por ahí, pero en realidad allí casi todo es conjetural, es lo que le pasa a uno sin anécdotas. Y entonces se da cuenta de que la anécdota nunca está afuera sino dentro de uno mismo. El desierto es lo que le pasa a uno íntimamente, el gran escenario en el que uno tiene que mover sus propias pasiones y experiencias.
–Usted ha dicho que tenía la intención de escribir una novela sobre el desierto. ¿Cómo va eso?
–He escrito algunas notas, que por ahí se publicaron afuera, más bien. Me parece que el tema... o es demasiado importante para mí y demoro en abordarlo, o a lo mejor me ha abandonado. Porque a veces pienso que he perdido un poco de fuerza. El desierto siempre ha tenido para mí una atracción fundamental. Es donde yo siempre he visto a los hombres en situaciones límite, o en la extrema pobreza o en actitudes heroicas; no en balde allí nacieron las tres grandes religiones del mundo. Pero me parece que no es un tema como para escribir los fines de semana y nada más. Tengo la esperanza de que lo que me impide escribir, que ni yo mismo logro descubrir qué es, de pronto desaparezca y se posibilite que en definitiva me siente a juntar las numerosísimas notas que tengo.
–¿Ya tiene personajes?
–Sí, porque participa un poco lo documental con la ficción literaria.
–La soledad, la quietud, el vacío, el silencio y la ausencia son algunos de los temas que podrían vincularse con el desierto y forman parte del núcleo de su obra. ¿Concibe esos temas como enfrentados a la ciudad, donde lo que predomina es lo abigarrado, el ruido, lo multitudinario y el vértigo?
–Lo urbano frente a lo otro que es más bien elemental, claro. En la ciudad aparentemente puede pasar cualquier cosa, pero en el fondo nunca pasa nada esencial, o por lo menos a mí nunca me pasó nada así. En las ciudades uno siempre piensa que la vida está en otra parte, no allí mismo. Nunca entendí, además, esa pasión gregaria que hace que los seres que han nacido y crecido en la ciudad ignoren las sensaciones que pueden tenerse frente a los grandes espacios abiertos, el desierto o el mar, donde uno es capaz de sentir cosas absolutamente elementales sin necesidad de emitir palabra. Allí el conocimiento no viene del hallazgo de la palabra adecuada, sino de otro tipo de sensaciones mucho más intensas que la palabra misma, como pueden ser la vista o el oído.
–¿Está escribiendo algo ahora?
–Estoy tratando de completar las memorias. Creo que a partir de que encontré el título me quedé plantado; en realidad debe ser una razón más profunda: se van a llamar El resplandor de la hoguera. Es una imagen bastante obvia: la de un hombre que está viendo un fuego que se va extinguiendo. El hecho de que esté demorando tanto tiempo es porque en el fondo estoy demorando, en lo posible, el adiós final. Eso me parece que es; cuando esté completamente seguro de que es eso, el libro va a poder avanzar. Por otra parte, me falta bastante poco. No son memorias personales, como “cuando era chico me sacaron la muela de juicio”, eso no. Creo que la vida de un escritor no le importa a nadie, porque no tiene nada de extraordinario. Un escritor, por otra parte, es un gran mitómano; su verdadera biografía es la que él mismo se inventa. El sentido de estas memorias es mi relación con otros escritores y sus obras. Yo ya sé que el olvido comienza en la tumba, pero en lo posible podemos hacer que el momento del olvido total se demore. Hablo de escritores, y sobre todo de poetas, que han quedado un poco al margen del hit parade y del best seller, de las cuentas de derecho de autor. La literatura, en esencia, es la poesía más que la prosa.
–Finalmente, ¿es cierto que fue padrino de un duelo fracasado?
–Y fue un duelo que de alguna forma yo mismo provoqué. “Oiga, ¿se va a quedar callado? Mire lo que le dijo.” “No me acuerdo”, me contestó este diputado de provincia. “Le dijo Old Smuggler, a usted, que vive en la frontera...” “Y a mí qué me importa...” “¿Sabe lo que quiere decir? Le están diciendo contrabandista. Y encima, viejo.” “¿Y ahora qué puedo hacer?” “Mire, yo creo que debería retarlo a duelo.” Se lo dije, pero sin pensar que lo iba a tomar al pie de la letra... Hubo que buscar dos padrinos y, como no se encontraban, yo fui uno. Cuando fuimos con el otro padrino a cometer la comedia ésta de decir que nuestro representado se sentía ofendido, salió la mujer del otro y nos mandó al carajo, a los dos. Ningún duelo terminó de forma tan desdorosa.
Sobre la TV y la justicia
“No he visto yo nada más solitario que un hombre sentado frente a la televisión, en donde cree que está viendo pasar la vida sin darse cuenta de que lo que pasa por ahí es un simulacro, que alguien está manipulando la realidad y él se está confundiendo”, arranca Tizón. “Que alguien está tratando de convencerlo de que éste es un mundo casi insoportable, donde todos los días tiene que ocurrir algo muy espectacular, un crimen espantoso, una sucesión de hechos de violencia, para vender el valor seguridad, que en definitiva y en sí no es ningún valor. Ese instrumento se ha convertido en una especie de gran dador y, lo peor de todo, en una especie de gran juez de la conducta de los hombres. Fíjese el sentido de la justicia que se tiene a través de la televisión: a través de ella se ven multitudes que reclaman que un crimen no quede impune y también que quien disponga si habrá castigo o impunidad sea no un juez sino la televisión misma. Lo que esa gente persigue en realidad es el linchamiento, no la justicia; a quien pide venganza ninguna justicia va a satisfacer, porque la venganza es lo contrario a la justicia. Yo me animo a ir un paso más adelante: creo que la televisión no tiene nada que ver con la democracia, en la medida en que el pueblo realmente no controla esos medios. Ahora tenemos un Hermano Mayor y no nos animamos a decirlo; son tan grandes los intereses que controlan que nos sometemos pacientemente a que nos deformen la realidad y ni siquiera nos animamos a denunciarlo. Estamos perdiendo percepciones a raíz de eso. Mire, por algo Berlusconi duró tanto tiempo en el gobierno. Esto no debiera decirlo un juez; es, como dicen, políticamente incorrecto. Pero yo no creo en los jueces que no hablan, ni en las conductas solapadas. Alguien inventó que la justicia no ríe ni llora: bueno, peor para la justicia. Solamente los hijos de puta no lloran. El drama de la vida, la propia y sobre todo la ajena, es conmovedor.”
Un recuerdo para Saer
“De lejos, es uno de los más importantes escritores argentinos, y no solamente de mi generación, sino también de las anteriores. Ha creado un mundo muy particular y una manera de contar inimitable, que era casi como el ritmo de su propia respiración, una cosa muy propia, producto de un largo aprendizaje.” Tizón habla de Juan José Saer: con él solía encontrarse en el hotel donde se realiza la entrevista y también en París, donde el escritor santafesino vivió desde 1968 y donde también murió, en junio del año pasado. “De pronto, cuando él pensaba, y yo también, que había superado el trance de su enfermedad, pues de pronto abro los diarios y me doy con que se murió. El no creía que fuera a morirse; dicen que cuando la muerte se acerca uno la intuye, y yo he visto casos así: uno fue el de mi padre, que se murió porque se le dio la gana; él era un hombre muy autoritario y llevó el autoritarismo a tal extremo. Pero en el caso de Juani fue lo opuesto: cuando me llamó por teléfono para decirme lo que tenía me contó que el médico le había dicho que el tumor se había encapsulado. ‘Y te voy a contar una cosa que te va a alegrar’, me dijo. ‘He terminado la quimioterapia y me ocurre una cosa increíble: he abandonado la boina y el pelo me está creciendo, ¡pero no con canas!’ Era un amigo realmente entrañable y muy generoso, muy preocupado por la suerte ajena. Además de ser un gran escritor, era un hombre muy lúcido.”
(fin)
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